miércoles, 28 de julio de 2010

El culto al famoso

Hace poco tuve la suerte de ver una serie de documentales emitidos el 6/02/10 por La 2 de TVE en la noche temática, agrupados con el nombre de El culto al famoso. Y digo "suerte" porque, obvia y tristemente, cualquier producto televisivo de calidad y cierta relevancia encuentra su hueco en la programación sólo en ciertos canales y una vez rellenadas las horas de máxima audiencia con programas que todos sabemos y que no voy a mencionar. Así pues, estos documentales cayeron en mis manos de otra manera... (sí, claro, por Internet) No recuerdo bien lo que me llevó a topar con ellos, el caso es que me han resultado interesantísimos y bastante esclarecedores (sobre todo el primero de los tres). Me gustaría que todo el mundo pudiese verlos con atención, aunque bien es cierto que no serviría prácticamente de nada -lástima-. A veces me pregunto cómo podemos ser tan estúpidos de tener una respuesta concreta, clara y contrastada de lo que sucede hoy día con el mundo del entretenimiento y el espectáculo (saber en realidad lo que es y cómo funciona) y no hacer nada, no cambiar en algo nuestros hábitos de consumo, o lo que es peor, consentir aún, parsimoniosos, nuestra manipulación. Nos engañan, tergiversan, se enriquecen a nuestra costa... Lo sabemos. Consumimos. Somos tontos. GILIPOLLAS.
No voy a comentar ninguno, ¿para qué?... os dejo la direción para descargarlos y quien esté interesado, que lo haga.

viernes, 9 de julio de 2010

VIAJE DE VUELTA


“… ¡Fortuna singular cuya meta se muda,
y estando en ningún sitio puede estar en cualquiera!
¡Donde el hombre, del cual no ceja la esperanza,
para hallar el reposo siempre corre demente!...”


CHARLES BAUDELAIRE, «Le voyage»
___________________________________________________

1

Todavía arrastro el gélido frío del andén trece, contraído en mi butaca con la nariz húmeda y las manos cuarteadas (color grana y un poquito hinchadas) —Tengo la mente turbia, estoy un poco desorientado...— El chófer, un hombre orondo y serio, está fumando con mucha calma un cigarrillo arrugado mientras mira pensativo y cabizbajo a la rueda delantera del autobús, dándole a la vez tímidos golpecitos con la punta de su viejo zapato castellano. Parece que el tiempo se haya detenido por un instante. Una cierta inquietud se adueña del espacio en este mismo momento, como si la atmósfera portara alguna entidad o sustancia extraña, densa. Repentinamente, el gordo vuelve en sí de su embelesamiento y mira diligente su gran reloj de pulsera a la vez que se apresura a cerrar enérgicamente los maleteros (Bum, Cataplum). Tira la colilla en exceso apurada y sube a su cabina. Acaba de arrancar el motor y se dispone, como siempre, a rasgar metódicamente uno a uno los billetes de los viajeros que van entrando al interior del coche. Me incorporo lentamente y con desgana para mirar por encima del asiento delantero cuando veo que suben ya los últimos pasajeros, clones repitiendo movimientos en cadena con gesto frío e impasible, como si formaran parte de un apenado cuentagotas.
Puff, todavía quedan doce minutos…” pienso mientras vuelvo a retreparme. Al final de la cola hay un hombre viejo y mustio, con el rostro ajado y lleno de surcos que irradian serenidad y sabiduría, tiene el pelo canoso y balbucea unas cuantas palabras para sí mismo al tiempo que un palillo mondadientes recorre su despoblada boca. Viste un jersey verde amplio, quizás una talla mayor, y unos pantalones de pana marrones un tanto deslucidos. Al entrar, el anciano mira un instante su billete rajado y levanta la mirada para buscar su asiento… Habla el viejo:
Oiga señorita, ¿puede decirme cuál es el número de mi asiento?, no… no logro verlo bien— pregunta con voz entrecortada a una joven muchacha sentada más adelante.
Claro señor, veamos… ¿me permite? ¡Ah sí!, es el número treinta y cuatro, está un poco más allá… ¿quiere que le ayude con eso?— responde la chica.
El viejo se gira soezmente sin responder al ofrecimiento (es probable que ni siquiera lo haya escuchado) y comienza a avanzar titubeante mirando a ambos lados hasta que un señor de mediana edad y voz ronca de fumador asiduo le indica su puesto:
Es éste, caballero, éste de aquí. Aquí mismo, sí. ¿Necesita ayuda?...
No, gracias— contesta con voz vaga y apática.
El veterano personaje se dispone a colocar su equipaje en la plataforma superior y yo, observándole de soslayo, siento que poco a poco se alejan estos tres meses.

2

Estoy sentado en el asiento número cuarenta y siete, en la parte trasera. En el puesto de mi izquierda, desocupado y con algunas migas de pan, está mi maletín de piel, agrietado por el paso del tiempo… recuerdo cuando ella me lo regaló, hará unos seis años, todavía huele al tabaco de pipa que guardaba en el pequeño bolsillo central. Los cristales del autobús están empañados y yo me encuentro absorto dibujando un pequeño garabato maquinalmente con la uña del dedo índice, pensando en ella y en mi futuro. Describo pequeños movimientos en forma de espiral y luego los secciono con sutiles trazos en incontables direcciones. De repente, sin saber cómo, estoy esbozando una leve sonrisa, no sé porqué pero me ha venido a la mente aquella peculiar pareja de italianos que me preguntaron el camino hacia la catedral, se quedaron sorprendidos cuando les respondí en su propia lengua… tuvo gracia.
Son las siete en punto cuando el conductor regresa jadeante después de unos cinco minutos de ausencia en los que ha dejado cerrado el vehículo, calentándose, ya con todos los viajeros dispuestos en su correspondiente plaza y con la iterativa vibración del motor dejándose notar en mis pequeños bosquejos.
Apenas comenzado el trayecto, un silencio lúgubre inunda el interior del vehículo, sólo interrumpido por el ligero traqueteo de las maletas y por el leve rodar de los neumáticos sobre el asfalto. Ya en las afueras de la ciudad el panorama es extraño, queda poca claridad pero todavía se aprecian contrastes de luz y color, admirables combinaciones de agrios y añiles que hacen revivir escenas de la más pura pintura metafísica. A medida que nos alejamos de la ciudad y su periferia los matices se van haciendo más y más tenues y difusos, poco a poco va oscureciendo. Ciertamente no recuerdo haber visto un crepúsculo de esta manera, con plena conciencia en el suave devenir de la noche.
Muchas de las personas que tengo alrededor duermen y el grácil movimiento del viaje me está contagiando el sueño lentamente. La calefacción está encendida y un agradable calorcillo empieza a abrigarme al mismo tiempo que observo mi pequeño garabato. Las gotitas resbalan despacio por el cristal borrándolo poco a poco—viendo fijamente sin mirar… estoy ensimismado, en un estado de distensión absoluta nunca experimentado antes por mí—. La jornada de hoy ha sido bastante intensa y los párpados se me van cerrando mansamente con una pesadez anestésica.

3

Un sutil escalofrío me acaba de recorrer el cuerpo cuando repentinamente siento que alguien en la fila de la izquierda se está fijando en mí… “que raro, no creía haber advertido anteriormente a nadie allí” pienso extrañado. Parece ser una chica morena y pequeñita según alcanzo a ver con el rabillo del ojo. Su rostro a media luz, sobrio y dulce a la vez, encierra algo fascinante y oculto que me inquieta poderosamente. “¿Porqué diablos me estará observando?” Me pregunto mientras cruzo las piernas.
¡Bah…, qué más da!
Intenta dormir” me digo restando importancia al suceso. Pero aún así tengo la tentación de girarme, de verla, de cerciorarme de esta impresión mía. Bien es verdad que no pretendo provocar un incómodo cruce de miradas, ¿de qué serviría? Además, no quiero que sepa que me he dado cuenta de su presencia. No sé bien porqué; pero casi sin querer estoy manteniendo viva esta intrigante escena, “debería dejar ya de pensar en esto, soy demasiado fantasioso”.
Me acomodo un poco y respiro profundamente un par de veces para relajarme. A los pocos minutos echo ligeramente el respaldo hacia atrás…
Perdone, ¿le molesto?— pregunto en voz baja a la persona que hay sentada a mis espaldas.
No, tranquilo, no te preocupes— responde amablemente.
Al volver la cabeza hacia al frente, un instante de extraña desazón se apodera de mí. Me he encontrado directamente con ella, con esa mirada tenebrosa clavada en mis ojos. Tengo el corazón acelerado y estoy totalmente quieto como una escultura de mármol, helado. La chica tenía una tibia sonrisa que jamás olvidaré, como si se encontrara confiada en un oscuro propósito y, lo que es peor, como si ya me conociera. No tuvo ninguna intención de disimular, parece que supiera de alguna manera que acabaría mirándola. Noto todavía sus fríos ojos clavados en mí y me inquietan —verdaderamente los intuyo, los siento—. Ya no logro conciliar ese sueño tan placentero que me invadía, ahora en mi cuerpo se mezcla el bienestar anterior con la congoja de aquella presencia… no quiero girarme otra vez; sin embargo, siento una absorbente necesidad de verla…

4

El autobús aminora la marcha, el cambio de ritmo me desvela levemente. “Me he quedado dormido” me digo frotándome los ojos a la vez que me desperezo un poco. Empiezo a ver de lejos las luces de la ciudad y de las casas de alrededor que denotan ya la llegada a nuestro destino. Pasan unos minutos en los que me siento aturdido pero lentamente voy recuperándome. Me duele ligeramente la cabeza, pero no me incomoda demasiado. Estamos entrando en la estación, en ese momento me despabilo del todo, me giro para coger mi maletín, el abrigo y la bufanda y, al volverme de nuevo, veo que una muchacha está bajando por la escalera. En ese momento recuerdo todo lo sucedido anteriormente, pero lo evoco como si estuviera envuelto en una espesa neblina. “¿Será ella?” pienso entusiasmado. Es curioso pero prácticamente había olvidado aquel misterioso encuentro anterior. Su puesto estaba vacío, “seguramente sea aquella chica” me dije, “estoy convencido”. Me apresuro a bajar detrás de ella para poder verle la cara, quiero ver de frente esos ojos de jade por última vez, directamente y de cerca, quizás decirle algo.
Al apearme miro alterado en todas direcciones, no consigo verla entre la gente. “En fin, probablemente haya sido un sueño” pienso decepcionado. Me agacho para coger mi pequeña maleta roja y al levantar la vista la advierto, de espaldas y a unos veinte metros de mí. Al verla caminar, siento algo así como un leve pellizco, avanza como una joven Gradiva, con movimientos rápidos pero serenos, estoy petrificado, inmóvil ante esa hermosa y turbadora escena. Intento seguirla con la mirada durante algunos momentos pero parece como si se la tragara la tierra poco a poco.
¡Hola…!— exclama una suave vocecilla…
En este mismo momento reacciono y la veo a mi lado. Nos besamos, intercambiamos una sonrisa tierna y sincera, ella mira para abajo con una timidez adorable, la abrazo fuerte con una mano en la cintura y otra en la parte de atrás de su cabecita (amo abarcarla de esta manera). Siento el olor de su cuello, de su pelo, de su ropa, lo aspiro profundamente con los ojos cerrados y en un instante de ilusoria esperanza miro tímidamente detrás suya, como si quisiera encontrarme por última vez con ese cuerpo secreto, esperando otra entelequia. La Gradiva ya no está, ha vuelto adonde quiera que esté su savia, regresa a un sitio en donde la necesiten, en donde encuentre descanso…
¿Has tenido un buen viaje?— Me dice sonriendo
Umm… sí, he ido durmiendo casi todo el trayecto…Date prisa querida, o llegaremos tarde.